“Si es que te ríes hasta porque respiras.
Siempre andas con el sol en tu boca”
A él le gustaba el sol.
Incluso los días en que olíamos como costillas a la brasa,
y casi podíamos escuchar la grasa de nuestros cuerpos chisporrotear,
a él le gustaba el sol.
Tuvimos una casa que se inclinaba
y siempre nos recibía encorvada,
como si quisiera abrazarnos cuando llegábamos.
Aquella vieja loca, llena de achaques,
a la que no le quedaba ni una articulación sana,
crujía cuando pisábamos su esqueleto,
pero parecía más una carraca de fiesta
que una queja por el esfuerzo.
A él le gustaba esa casa,
pese a que en invierno
podríamos haber compartido piso con osos polares
y, en verano, de haber llevado un camello con nosotros
probablemente nos demandaría por maltrato.
Le gustaba esa casa.
No había rayo de sol
que escapara de la atracción de aquella casa,
y, a él,
le gustaba el sol.
Y le gustaba la casa
- Vengo del frío y la noche de las five o´clock…
aquí respiramos luz de vida –
Una vez, sólo una, le dije
( en un ataque, poco frecuente en mí, de cursilería)
que el sol se miraba en aquella casa,
creyéndola un espejo – sólo porque estás tú –
Después llegó el invierno,
por una carretera llena de curvas,
con niebla y su aliento helado.
No, no fue un invierno poético.
No fue interminable e infinito.
No terminó con toda la vida existente.
Fue una era glacial.
larga, dura, criminal,
pero no exterminadora.
Lo malo del sol, no es el calor,
no,
lo malo del sol, es que la luz nos ciega,
confortable sopor,
nos vuelve amnésicos, nos borra el frío
de los huesos
de los sesos.
Cuando regresa el invierno
- y creeme, siempre regresa –
nos mata,
despreocupados,desmemoriados, desabrigados
hasta los cartílagos.
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